ARRECIAN los días, se apuran sus horas, parece que ya no hay
tiempo. Sujetos a las mareas subimos y bajamos, mecidos por las olas de lo que
acontece, oleaje pertinaz que atormenta nuestra alma, la aflige con la pena por
lo perdido, lo arrastrado por la corriente.
¿Y qué diré? ¡Qué daño he causado! Tanto dolor en un solo
corazón. ¿Cómo repararlo? Ni oso siquiera pensarlo. Osado rogar perdón. Perdón.
Resuena un canto lejano en mis tímpanos, un cantar victorioso “¡oh feliz culpa!
que mereció tan grande redentor”. Mis pupilas quieren ver, tantísimas lucecitas
que tiemblan, persiguiendo en la oscuridad una luz potente. “Alégrese la tierra
inundada por la nueva luz; el esplendor del rey destruyó las tinieblas, las
tinieblas del mundo”. Mi retina retuvo las tintineantes velas. Dejo caer los párpados
y las veo.
Muchedumbre, timbales, flautas. Los armónicos se perciben en
el aire. Chelos, violas. ¡Cuerda!. Su melodía apremia al canto. La liturgia se
desata. El esplendor del rey lo arrebata todo, porque llega, ya está aquí: es
el lucero de la mañana, la estrella que no conoce el ocaso. ¡Es Cristo
resucitado, que ha vencido la muerte y del infierno retorna victorioso!.
Y yo aquí, en casa. Ebrio de mí mismo, ciego, aun gritando ¡no tenemos más rey que al Cesar!
¡Sécate las lágrimas, estúpido! aún estás a tiempo. Dicen
que a María le ha dicho “diles que vayan a Galilea, que allí me verán”. Allá
que me voy, a Galilea. Y te lo digo: ¡nada
me lo va a impedir! A Galilea, dondequiera que esté esa Galilea.