El paso de lo inerte a lo vivo. El soplo de vida.
Muchas veces utilizamos las palabras, digamos que, de muy mala manera. Decimos que hemos creado una vida, por ejemplo, cuando tenemos un hijo. Pero la realidad es que nosotros no hemos creado nada, en el sentido de crear vida. No llegamos a tanto. Tan solo transmitimos la vida. La vida que se nos dio a nosotros al concebírsenos, la transmitimos. Eso es todo. A partir de ahí se inicia una nueva existencia, que también denominamos vida, pero no en sensu stricto.
Se ha creado una nueva persona, con todo lo que ello conlleva, pero la vida, ese hálito, ese soplo que vivifica los átomos, nosotros no lo podemos crear, tan solo transmitir.
Seguramente aquello ocurrió una sola vez en el origen. Desde entonces viene transmitiéndose, de generación en generación, desde los primeros seres vivos hasta los que ahora pueblan la tierra entera. De generación en generación. Desde hace millones de años hasta ahora. Floreciendo en cualquier lugar por inhóspito que nos parezca, prácticamente en cualquier ambiente, allí hay vida, de generación en generación. Tan pertinaz, tan fuerte, tan fértil y a la vez tan frágil que una sutil mudanza acaba con ella.
Pero este asunto no acaba aquí.
Seguiremos con ello, pero no hoy, pues ya escucho los arpegios como de una lira que parece estar en manos de Morfeo o de alguien de su calaña y mis párpados insisten en obedecerles más a ellos que a mí... que ya vivo sin vivir en mí.
Seguiremos con ello, pero no hoy, pues ya escucho los arpegios como de una lira que parece estar en manos de Morfeo o de alguien de su calaña y mis párpados insisten en obedecerles más a ellos que a mí... que ya vivo sin vivir en mí.
Bye bye.
Seguiremos tratando de la vida, de los cromosomas y demás actores de este gran teatro del mundo.
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